Esta pequeña historia no tiene un comienzo claro, es difícil establecer el punto de origen de un círculo, de una historia que se cierra sobre si misma. Podría comenzar en 1974, o quizás en 1943, o infinidad de fechas intermedias, de leves acontecimientos relacionados con el trascurso de la trama, de este juego de asociaciones. Empezaremos, sin embargo, en la actual Etiopía, hace más de tres millones de años, porque a los occidentales nos gusta ver la vida como un proceso lineal, aunque a veces dé vueltas y obtengamos una circunferencia de tan largo perímetro.
Un homínido bípedo, recubierto de pelo, camina por la estepa, a poca distancia de la masa arbórea, cuando le sobreviene la muerte. Se trata de una hembra de alrededor de un metro de alto y algo menos de treinta kilos de peso. Y carece de nombre porque, cuando no había seres humanos sobre la faz de la Tierra las cosas existían, pero carecían de denominación, sin que por ello careciesen de sentido, sin que por ello no fuesen capaces de vivir, sufrir y morir en soledad.
El 29 de abril de 2008 un anciano descansa en su domicilio de Burg, en Suiza, cuando le sobreviene la muerte. Ha cumplido los 102 años tres meses atrás. Su nombre es Albert Hofmann. No es un hombre cualquiera. Uno años antes, en noviembre de 1938, había logrado sintetizar una sustancia derivada de un alacaloide obtenido del cornezuelo del centeno (hongo parásito de nombre científico Claviceps purpurea). La sustancia fue denominada dietilaminda del ácido lisérgico, LSD-25 ó más popularmente LSD. Inicialmente no se le dio excesiva importancia, hasta que un 16 de abril de 1943 y de forma ligeramente azarosa, el mismo Albert Hofmann descubriría las propiedades alucinógenas y psicoactivas de la sustancia.
Esta droga marcó a toda una generación, que se dejó engullir por el vórtice de psicodelia, alucinación y ensoñación que aportaba. La droga dirigió los rumbos del arte, la moda y sobre todo la música en los años sesenta y setenta.
El 8 de diciembre de 1980 un hombre pasea hacia su casa desde Edificio Dakota, en Nueva York, cuando le sobreviene la muerte. Un puñado de proyectiles de plomo atraviesan la espalda de John Lennon, uno de los máximos exponentes de la recua artística que consagró su carrera bajo la inspiración de unos años de agitación y cambio social, paz, amor y ensoñaciones lisérgicas. No son pocas las canciones empapadas en psicodelia. Entre ellas podemos destacar una de letra especialmente onírica, perteneciente a su etapa con los Beatles y que habla de cielos de sémola y chicas de ojos caleidoscópicos, cuyo título, “Lucy in the Sky with Diamonds” parece aludir al acrónimo LSD (aunque Lennon lo negaba, alegando que el título se refería a un dibujo realizado por su hija y que ella misma había titulado así, Lucy en el cielo con diamantes).
Nuestro bucle se cierra donde empezó, en Etiopía, un 24 de noviembre de 1974. Tres de sus actores principales, Donald Johanson, Yvens Coppens y Thime White son los únicos protagonistas de esta historia que aun permanecen vivos. Ese día, en el campo de excavación en Hadar, a 150 kilómetros de Adis Abeba, aparecen los restos fósiles de un animal antropomorfo prehistórico desconocido. Se trata de la hembra de una especie de homínido con un pequeño cráneo y que caminaba en bipedestación. Escuchando la radio esa noche sonó la canción “Lucy in the Sky with Diamonds”, hecho que llevó a que los miembros del equipo bautizaran como Lucy a aquel ser que había fallecido y fosilizado en aquella zona tres millones de años antes.
Por ser considerado un pitecántropo de la zona austral y haber aparecido en una zona ocupada por la tribu Afar se denominaría a su especie Australopithecus afarensis.
Así es como fluye la historia, como hechos aislados se enlazan, como un ser aparentemente insignificante puede constituir un hallazgo, puede convertirse en una pieza clave de la investigación de la antropología unos miles de generaciones más tarde.
Y todas las personas que formaron parte del acontecimiento, del postergado bautismo, contribuyeron de forma aislada e inconsciente a su desarrollo. Aunque Lucy hubiese existido sin necesidad de Hofmann, ni de Lennon, ni de Johanson, ni de ningún ser humano. Sencillamente, hubiese carecido de nombre.
Solo la muerte, implacable, ha ido uniendo las piezas de un puzzle infinito. Solo la muerte acabará uniendo a todos.
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