viernes, 13 de mayo de 2011

Protección solar: ¿qué protector me pongo?

Quien más, quien menos y amarrados siempre por los dictados de la moda, casi todo el mundo se encuentra hoy en día concienciado del peligro de los excesos de la exposición al sol (este tema ya lo he tratado en un par de entradas anteriores).

Por eso, cuando llega el verano, debemos hacer acopio de cosméticos de protección solar.  Y al llegar a la sección en el supermercado, farmacia o tienda correspondiente, nos pueden surgir dudas ante la variedad de productos que el mercado nos ofrece.

De entre todas las características que diferencian los cosméticos de protección solar entre si, en esta entrada me centraré en la más importante: el valor del FPS, tratando de explicar su significado, importancia y responder a la pregunta: ¿Qué FPS me compro?

Quizás lo primero sea definir a qué me refiero con FPS. Se trata del acrónimo de "Factor de Protección Solar" y básicamente es un número, que oscila aproximadamente entre 2 y 60, aunque algunos cosméticos prescinden del valor para sustituirlo por "protección total". Y sabemos que el cosmético es más o mejor protector cuanto más alto sea este número. Además, suele existir una correlación directa entre el valor del FPS y el precio del producto, pues para una misma gama de cosméticos de protección de una misma marca, el precio será sensiblemente superior cuanto mayor sea el FPS.

¿Y cómo calculan los fabricantes de cosméticos el FPS? ¿Se trata de un valor estándar o cada cual asigna una cifra según su criterio?

Pues bien, en principio el FPS es un valor estándar calculado a partir de una serie de pruebas a la que se somete el producto. Concretamente, se basa en el cociente de la dosis eritematosa mínima (DEM) con y sin aplicación del producto.
Analicemos este segundo concepto. La dosis eritematosa mínima es la dosis mínima de radiación Ultravioleta capaz de provocar eritema (enrojecimiento) en la piel. Este eritema, conocido como eritema actínico, ya ha sido analizado en una de las entradas anteriores y se trata de una reacción inflamatoria de la piel derivada de los daños que la radiación provoca.

Para calcular la DEM se aplica radiación ultravioleta de forma controlada sobre una zona de la piel durante diferentes periodos de tiempo, midiendo así el tiempo mínimo necesario para que aparezca enrojecimiento. Y sobre otra zona de piel de características similares (suelen usarse los dos brazos) se lleva a cabo el mismo procedimiento, pero después de haber aplicado el protector. El valor de FPS se calculará dividiendo la DEM sin protector solar entre la DEM con protector solar.
Ave Fénix quemada por el sol

Lógicamente la DEM es diferente en cada persona y depende de varios factores, sobre todo la carga de melanina y por lo tanto la coloración de la piel. Por eso lo que nos marcará el FPS es la relación com la DEM de la misma persona con el protector aplicado.

Y para que el resultado sea aceptable, se llevará a cabo sobre varios voluntarios humanos, siendo el valor final de FPS el resultado promedio de los estudios.

Quiere esto decir que, si por término medio, la piel de una persona concreta tardase media hora (30 minutos) en padecer eritema actínico tras la exposición al sol, con la aplicación de un protector solar de FPS 10 tardaría alrededor de 300 minutos (de promedio) en padecer el eritema (es decir, alrededor de 5 horas).

Al tratarse de valores estadísticos y relativos, podríamos calcular que, del mismo modo, si una persona tuviese la piel más clara y el eritema sin protector sobreviniese tras 10 minutos, el protector permitiría una exposición teórica de 100 minutos (una hora y cuarenta minutos). Si la piel fuese más oscura y resistente al sol y tolerase una exposición de una hora antes de enrojecer, el cosmético nos permitiría una exposición de diez horas.

Estos resultados nos llevarían a una conclusión que conviene analizar. Con los datos aportados, tendría muy poco sentido usar protectores solares valores de FPS por encima de 30, ya que la inmensa mayoría de las personas toleran exposiciones al sol de 30 minutos, con lo que al aplicar el protector con FPS 30 se transformarían en quince horas, valor que supera las horas diarias de exposición posible.
Jutrzenka, Phosphoros, Hesperos, Helios

Pero varios factores juegan en contra de este cálculo. El primero, que el valor de FPS es estadístico y debe ser tomado como tal, con su tasa de error incluida (esta tasa de error puede ir a nuestro favor o en nuestra contra). Pero lo más importante: debemos considerar que el FPS se mide en condiciones estándar, que no concuerdan exactamente con las condiciones reales.

Por un lado, para medir el FPS se aplica el producto en cantidades muy elevada y en una zona concreta y limitada de piel. Cuando vamos a la playa, debemos extender el producto por todo el cuerpo y solemos usar mucha menos cantidad que la usada en los estudios (se estima que, para reproducir las condiciones del estudio, un bote de protector normal de 200 mililitros nos daría para unas tres aplicaciones).

Por otro lado, para los estudios se lleva a cabo una aplicación óptima, es decir, se extiende perfectamente el producto y se espera a que sea absorbido por la piel. Mientras que en la vida diaria solemos aplicarnos el producto al llegar a la playa, o a la montaña, es decir, justo cuando debe actuar y sin dejar tiempo a que se embeba en la epidermis. Tampoco nos serviría aplicarnos el producto en casa, pues el roce con la ropa arrastraría buena parte del cosmético.

Además, la actividad llevada a cabo durante la exposición resta eficacia y falsea el valor de FPS. Si sudamos, parte del cosmético se arrastra con el sudor. Al bañarnos eliminamos buena parte del producto. Y al echarnos en la toalla, ponernos y quitarnos la camiseta, rozarnos con la arena, la hierba, etc. Por eso es muy importante repetir las aplicaciones cada poco tiempo, tratando de minimizar este efecto.

Y regresamos a la pregunta central: ¿Qué FPS escoger?

Para responderla correctamente, debemos tener en cuenta varios factores:

  • Fototipo, es decir, la coloración natural de nuestra piel. Cuanto más baja sea nuestra coloración natural, mayor factor de protección se requerirá.
  • Tolerancia de la piel al sol. Además de la coloración, otros aspectos como el grosor de la piel pueden afectar (aunque en menor medida) a la resistencia de la piel a la luz solar.
  • Tiempo de exposición, con mayor necesidad de FPS a mayor insolación, lógicamente.
  • Época del año. En verano los rayos solares inciden directamente, por lo que el efecto de la luz solar es mucho mayor. Y las horas centrales del día son las de radiación más intensa.
  • Lugar de exposición. Las zonas elevadas poseen menos atmósfera, con lo que retienen menos radiación. De ahí que en alta montaña se requiera protección elevada. También influye la superficie, debido al alvedo. Cuando el suelo refleja mucha radiación, esta resulta más intensa (el caso más claro es la nieve, que refleja más del 80% de la radiación incidente).

Dionysius Areopagite and the eclipse of Sun de Caron
Con esto podemos hacernos a la idea de qué necesitamos. Debemos pensar en el tiempo que toleramos la exposición y hacernos a la idea de lo que aumentaría teóricamente con un factor en concreto. A partir de ese dato, tener en cuenta que el resultado final sería cuando mucho la mitad.

Así nos daremos cuenta que, salvo excepciones concretas (niños, o adultos con alguna patología que desaconseje la exposición al sol), en raras ocasiones se requerirá un factor de protección mayor de 30.
Conforme avanza el verano, la coloración natural nos irá protegiendo cada vez más y nos pongamos morenos, toleraremos más insolación, con lo que necesitaremos un protector con FPS menor.

sábado, 7 de mayo de 2011

El príncipe de los anfibios.

Los anfibios no pasan por un buen momento. El cambio climático, el ataque de ciertas especies fúngicas, la destrucción de buena parte de sus hábitats naturales y otros factores (antropogénicos en su mayoría) han hecho que, a día de hoy, se estime que más del 40% de especies se encuentren en serio peligro de extinción.

Rindámosles, pues, un tributo a estos animales.

Se trata de los primeros tetrápodos (al menos dentro de los cordados). Aunque consiguen colonizar la tierra firme, aun dependen en gran medida del medio acuático. Por ejemplo, su piel tiende a desecarse con facilidad, por lo que deben habitar zonas húmedas. Y como son anamniotas, sus fases larvarias se desarrollarán en el agua, aunque sus fases adultas vivan en tierra firme.

La piel no tiene formaciones externas específicas. Las únicas formaciones córneas que encontramos serán concretas de algún estado de su vida, como los dientes córneos de los jóvenes, estructuras para la sujeción de la hembra durante el apareamiento, o espolones córneos para excavar la tierra (estos últimos pueden ser permanentes). Carecen de pelos. Aparecen, sin embargo, glándulas mucosas abundantes y numerosas. Producen mucosidad dque mantine húmeda la piel. Trata de paliar de alguna manera el problema de la deshidratación, extendiendo agua por todo el cuerpo. Esta agua se evapora y por eso debe vivir en ambientes húmedos o salir del agua solo por la noche, cuando aumenta la concentración de vapor de agua ambiental.

Salamandra salamandra
Otro tipo de glándulas son las serosas. Son de mayor tamaño y están más localizadas, generalmente en la parte dorsal del cuerpo, aunque pueden aparecer en otras localizaciones y nunca aparecerán por todo el cuerpo.

Estas glándulas producen, en ocasiones, alcaloides tóxicos, específicos de cada especie, en general de color blanqueciono y que serán letales por inyección o inoculación, usándose como mecanismo de defensa, no usándose para la caza.


La secreción de sustancias sobre la piel es un mecanismo de defensa presente en multitud de anfibios.

Bufo Bufo
Las salamandras comunes (Salamandra salamandra) están impregnadas de una toxina de efectos muy leves sobre nuestra epidermis (el estrato córneo es impermeable a la misma), pero que puede causar irritaciones si entra en contacto con mucosas o semimucosas, incluso provocar problemas más serios si llegase a entrar en contacto con la sangre. Pese a esta inocuidad, el pobre caudado no logra librarse de una especie de leyenda negra, cuyo origen se debe sobre todo a una arraigada significación mitológica.
El sapo común (Bufo bufo) no solo posee sustancias irritantes cubriendo su piel, también es capaz de propulsarlas, a partir de sus glándulas parótidas, cuando se siente amenazado.

Rana de la familia Dendrobatidae
La piel de las ranas de la familia Dendrobatidae han sido usadas, desde tiempos inmemoriales, por los nativos de las selvas centroamericanas para envenenar las flechas (de ahí que sean conocidas como ranas veneno de dardo o ranas punta de flecha). El secreto se encuentra en las pumilotoxinas, que realmente no son fabricadas por la rana, sino por artrópodos que forman parte de su dieta.

Hay quienes, excediéndose en el racionalismo, han querido ver en el cuento infantil de la doncella que besa a un sapo, una interpretación popular de la existencia de sapos que segregan en su piel sustancias alucinógenas. Vamos, que el posterior príncipe encantado no dejaría de ser una ensoñación psicodélica (al fin y al cabo, qué bella damisela cortesana no desearía encontrarse con un noble heredero a la orilla de una charca).

Bufo Alvarius
El sapo alucinógeno más conocido es el Bufo alvarius, capaz de segregar una potente triptamina psicoactiva denominada bufoteína (o algún otro derivado químicamente similar). Una breve búsqueda en Internet hace a uno descubrir una amplia comunidad de personas interesadas en hacerse con ejemplares de este animal (lo que nos permite comprender lo que es capaz de hacer la gente con tal de colocarse).


Pero si debiésemos elegir al príncipe de los anfibios, el título debe recaer en el sapo más poderoso del ancho espacio sideral, aquel al que la evolución le concedió el don de dominar las mentes, el más sugestivo de los anuros: adoremos todos al gran hipnosapo.





lunes, 2 de mayo de 2011

Genes y adicciones.


A principios de Noviembre de 2008 saltaba una noticia de índole científica que era analizada, con mayor o menor fortuna, por multitud de medios de comunicación: un grupo de investigadores, varios de ellos de nacionalidad española (Ainoha Bilbao y Fernando Rodríguez de Fonseca entre otros), había publicado en una revista científica americana (Proceedings of the National Academy of Sciences) un trabajo sobre la relación de una mutación en un gen y la adicción a la cocaína. La trascendencia que en su momento se le dio a la información debería hacernos reflexionar sobre varios aspectos.
Erythroxylum coca (planta de coca)
El hecho de que las adicciones, tanto a la cocaína como al alcohol o el tabaco tienen una base fisiológica ya es sabido desde hace tiempo (de hecho, todos conocemos personas que presentan especiales dificultades a la hora de dejar el alcohol o el tabaco, mientras que otras son capaces de deshacerse de estas adicciones sin aparente esfuerzo). Y si hay una base fisiológica, es de esperar que determinados genes faciliten o dificulten el proceso de hacerse adicto a determinada sustancia.
Existen trabajos que relacionan cambios en el funcionamiento cerebral tras la exposición a la nicotina y la adicción a la misma (Joseph R. DiFranza). Con el alcoholismo existen análisis tanto poblacionales como fisiológicos que demuestran que existe un claro componente genético en esta adicción, localizando incluso un grupo de genes de riesgo (es decir, ciertas mutaciones en estos genes predisponen hacia la adicción al alcohol).
El trabajo de investigación que nos ocupa se centró en el gen que codifica para la Proteín Kinasa tipo IV Calcio-Calmodulin Dependiente (CAMK4). Como su nombre indica, se trata de una proteín quinasa, es decir, una proteína encargada de añadir un grupo fosfato a otra proteína o grupos de proteínas cuando recibe una cierta señal. Las quinasas son enzimas reguladores, ya que al fosforilar a otras proteínas, las activan o inactivan. En este caso, una de las proteínas a las que la CAMK4 controla es un factor de transcripción, es decir, una proteína que hace que ciertas regiones de ADN, ciertos genes, se transcriban. Parece ser que si este sistema se inactiva en las neuronas relacionadas con el sistema de recompensa (el sistema cerebral que está detrás de los procesos adictivos) el individuo se hace más sensible al efecto adictivo de la cocaína.
Inicialmente, este trabajo fue llevado a cabo en ratones modificados genéticamente. Pero posteriormente, se ha comprobado que cierta mutación en el gen de CAMK4 está relacionada con la adicción en humanos, encontrándose con que las personas que presentaban la mutación en las dos copias del gen tenían un 47% más de posibilidades de hacerse dependientes.
¿Hasta qué punto somos responsables de nuestros actos y hasta qué punto somos esclavos de nuestra genética? ¿Cuánto influye en nosotros el ambiente y cuánto ciertos factores innatos? Si analizamos estos estudios, nos encontramos con la obviedad de que la mutación no predispone al consumo en si mismo, sino a la adicción a la droga una vez hemos empezado a consumirla. Sin embargo ¿sería bueno que supiésemos de antemano si somos portadores del gen mutado, para prevenir el consumo?
Cada vez conocemos mejor nuestro mapa genético, cada día aparecen nuevos genes con variantes que afectan a nuestra salud (enfermedades genéticas, predisponsición a cierto tipo de afecciones, etc.) o incluso nuestra forma de vida (como los que hemos descrito). Y aparecerán más, encontrándose genes relacionados con la conducta (depresión, conductas violentas...). En ese momento la privacidad genética pasará de ser muy importante a ser trascendental. El Gobierno de Estados Unidos ya ha aprobado leyes al respecto, lo cual es lógico si tenemos en cuenta que se trata de un país en el que la sanidad está en manos de seguros privados que se juegan el dinero a la hora de asegurar a un paciente. Pronto lo será también en un país como el nuestro ¿o no existe el riesgo, por ejemplo, de que una empresa vete o discrimine a un posible trabajador si conociese, de antemano, que tiene más posibilidades de padecer cierta enfermedad o hacerse adicto a un estupefaciente?

ADN mitocondrial: significado y aplicaciones


Cuando ocurre alguna desgracia en la que toca hablar de identificación de cadáveres suele surgir un tema interesante y cuya importancia ha ido creciendo en los últimos años por diversas aplicaciones. Se trata de los análisis de ADN mitocondrial.
¿Qué es el ADN mitocondrial exactamente y qué lo hace tan especial? Ya en la escuela nos enseñan que el ADN de las células se encuentra en el núcleo, que todas las células de nuestro cuerpo tienen el mismo ADN y que este ADN es aportado por nuestros padres (la mitad de nuestros cromosomas provienen de nuestra madre, la mitad de nuestro padre). Y no hay dos individuos que posean el mismo ADN, éste nos hace diferentes a unos de otros.
Las células animales poseen unos compartimentos internos, llamados orgánulos celulares, que se encargan de realizar tareas específicas en la célula. Uno de estos orgánulos es la mitocondria, cuya función más importante es la respiración celular, es decir, oxidar compuestos orgánicos para conseguir obtener energía.
Citoplasma celular con mitocondrias
Las mitocondrias poseen varias características importantes que las hace un poco diferentes del resto de los orgánulos de las células animales. Por ejemplo, son orgánulos de doble membrana, poseen una envoltura exterior y una envoltura interior. Pero la característica más sorprendente y diferencial es que poseen su propio ADN.
Se trata de un ADN circular de pequeño tamaño, posee alrededor de 16570 pares de bases, frente a los aproximadamente 3000 millones de pares de bases del ADN nuclear. Y posee 37 genes, mientras que nuestro ADN nuclear posee más de veinte mil.
Además, se da una circunstancia curiosa. Aunque tanto óvulo como espermatozoide poseen mitocondrias, durante la fecundación el espermatozoide solo aporta al zigoto su núcleo, su ADN, siendo desechado la mayor parte del citoplasma del espermatozoide y con él, sus mitocondrias. Y aunque consiguiese colarse alguna, pronto será desechada.
Por lo tanto, en un individuo todas sus mitocondrias derivan de las mitocondrias del óvulo, es decir, de las mitocondrias de la madre. Y por eso, todas sus mitocondrias tendrán una réplica del ADN mitocondrial de la madre, idéntico salvo por posibles mutaciones, que si se diera el caso serían absolutamente puntuales.
Nuestras mitocondrias, por tanto, nos anclan a una línea familiar materna. Por nuestro ADN mitocondrial podremos determinar no sólo quién es nuestra madre, sino también si pertenecemos a determinada línea familiar, ya que el ADN mitocondrial va pasando de madres a hijos, sin que el ADN aportado por los varones provoque ningún tipo de interferencia.
El uso de ADN mitocondrial para identificaciones tiene varias ventajas. Por un lado, una sola célula pose, normalmente, varias docenas de mitocondrias, cada una de ellas con varias copias de su ADN mitocondrial (alrededor de cinco). Resulta, por lo tanto, relativamente fácil de recuperar aunque el tamaño de muestra de tejido ser reducida. Además, el ADN mitocondrial procede solo de la madre y no ha sufrido recombinación, que es el proceso que provoca que no existan dos óvulos y dos espermatozoides iguales y que, por lo tanto, no existan dos individuos con el mismo ADN nuclear idéntico (salvo los gemelos homocigóticos y los individuos clonados, si los hubiese). Por último, el ADN mitocondrial es de pequeño tamaño, fácil de manejar, con pocos genes y una región específica ampliamente polimórfica (muy variable) que permite discernir entre individuos que pertenecen a una misma línea familiar.
Por estas razones el ADN mitocondrial se usa en identificaciones tras catástrofes (como el caso de accidentes de avión), en la que las muestras de tejido bien conservado escasean y en la que no importa determinar la paternidad, sino la pertenencia a una línea familiar (no es necesario comparar directamente una madre con una hija o un hijo, también sirven, por ejemplo, comparaciones con hermanos). Y en análisis en los que se requiera demostrar la pertenencia a una línea familiar sin que sea determinante demostrar una paternidad. Así que, si siempre sospechó que usted deriva de una línea familiar ilustre, el ADN mitocondrial puede ser su argumento.

VIH: el virus que valió un Nobel


Françoise Barre-Sinoussiy
La academia sueca concedió en 2008 el premio Nobel de Medicina a Harald zur Hausen, Françoise Barré-Sinoussiy Luc Montaigner. Estos dos últimos son los investigadores que descubrieron el virus VIH (de las siglas en inglés, human inmunodeficience virus, virus de la inmunodeficiencia humana), asociándolo con la enfermedad del sida.
Existen virus más mortíferos que el VIH (como por ejemplo el Ébola). Existen virus más proliferativos y contagiosos (herpes). Y virus que, a lo largo de la historia, han causado más enfermedad y muerte (el virus de la gripe, sin ir más lejos).
Pero sin duda el sida ha sido la epidemia del siglo XX. Por su desarrollo, por el perfil de las personas a las que afectó, por su repercusión en el primer mundo. Y porque ha obligado a un cambio en el estilo de vida, ha impuesto una serie de rutinas y hábitos en algo tan importante como las relaciones sexuales.
Luc Montaigner
¿Cómo es el virus del sida? Se trata de un virus de la familia de los retrovirus, con ARN+ y dos envueltas, una membranosa, que le ayuda a colonizar a las células huésped y una proteica, la cápside, que protege su material genético y sus principales proteínas enzimáticas.
Dentro de la cápside el VIH tiene dos copias del ARN+ y varias proteínas, entre las que destacan dos, la transcriptasa inversa (o reversa) que transformará el ARN en ADN dentro del huésped y la integrasa, que ayuda a integrar este ADN dentro del ADN de la célula huésped cuando el virus entra en fase latente.




Estudiemos brevemente el ciclo vital del virus.
Los huéspedes de este virión son los linfocitos T4, implicados en el sistema inmunitario. Cuando llega un cuerpo extraño, estos linfocitos son los encargados de recibir la señal y activar a las células que fabrican anticuerpos. Estos linfocitos tienen en su membrana los componentes receptores CD4, que se unen específicamente a la proteína GP120 vírica.
La GP120se encuentra en la membrana del virus e interacciona con la CD4 del linfocito y se fusionan las membranas, permitiendo así la entrada del virus.
Al linfocito solo penetrará la núcleo - cápside, la envoltura se fusiona con la membrana celular, no penetra. Una vez dentro, la núcleo – cápside se pierde y comienza a funcionar la transcriptasa inversa, obteniéndose una doble hebra de ADN vírico. Esta doble hebra se dirige al núcleo. Allí la integrasa integrará el ADN vírico al ADN de la célula en puntos específicos.
Ahora el virus puede estar un cierto tiempo en estado latente, sin llegar a su forma vegetativa.
Si tiene lugar la fase vegetativa, se produce la transcripción del provirus. Se transcribe la hebra vegetativa, fabricándose el ARN. Sale del núcleo al citoplasma. Muchos de estos ARN+ serán traducidos en proteínas víricas. Se formarán tres tipos de proteínas víricas: las proteínas de la cápside, las enzimas que deben ir dentro de la cápside (transcriptasa inversa e integrasa) y las proteínas de la envoltura.
Posteriormene se montará la nucleocápside, quedando dentro de la misma el ARN+ y las proteínas enzimáticas. La salida tiene lugar por exocitosis. Al salir, se llevará parte de la membrana del huésped. Las glicoproteínas de la envoltura se han ido incorporando a la membrana de la célula huésped. Y el virus saldrá por esa zona donde se han acumulado sus proteínas, cubriéndose de su propia membrana y completando así el ciclo.
El VIH la mata a la célula huésped, ya que produce tantos viriones que, al salir en todas direcciones, dejan la célula llena de agujeros y provocan su muerte.

domingo, 1 de mayo de 2011

Muertes, suicidios y asesinatos celulares


En nuestro quehacer diario, tendemos a olvidar cómo somos, olvidarnos de nuestra complejidad y de que, ante nuestra aparente unidad personal, somos en realidad un conglomerado de varios miles de millones de células. Y cada una de ellas es un ser vivo en si misma, un ente hasta cierto punto independiente, pero que trabaja de forma perfectamente coordinada con el resto de células de la gran comunidad, que acaban constituyendo nuestra persona.
Como toda comunidad, la célula tiene sus reglas. Pero a diferencia de las reglas humanas, las reglas de la naturaleza son muy estrictas, no caben digresiones de ningún tipo. El individuo no importa, solo importa la comunidad. Y la muerte debe formar parte activa de todos los procesos, para que la vida del individuo completo sea efectiva de modo pleno.
Las células de nuestro cuerpo pueden enfermar y morir. Pero también pueden ser sacrificadas en beneficio global. Y encontraremos casos de sacrificio, suicidio y asesinato.
Cuando una célula sufre un deterioro o un ataque que acaba con su vida hablamos de necrosis. Existen múltiples causas de necrosis. Por ejemplo, una caída brusca del oxígeno de la célula. O la presencia de tóxicos. En la célula necrótica se inflama, vemos como el citoplasma, la parte interior de la célula, degenera, los órganos celulares se desestructuran, la célula se hincha y acaba explotando provocando la liberación de sus restos celulares al medio y con ello, la extensión de la inflamación.
En ocasiones las células no mueren por necrosis y sin embargo son sacrificadas para cumplir alguna función determinada. Por ejemplo la mayor parte de las células de nuestra epidermis y que constituyen el recubrimiento externo de nuestra piel, se van cargando de una proteína denominada queratina que les aporta dureza. Las células más profundas de la epidermis apenas poseen queratina, pero según van llegando a zonas más superficiales, esta cantidad aumenta hasta alcanzar límites tan elevados que la célula muere. Es decir, las capas más superficiales de nuestra piel están tan compuestas de queratina, procedentes de células que se han muerto. Y la queratina y restos celulares son eliminados de forma continua en nuestra actividad cotidiana.
Hay multitud de ejemplos de células sacrificadas con un objetivo funcional. Muchas secreciones de nuestro cuerpo están formadas por células que se cargan de la materia a segregar, se mueren y son expulsadas de este modo. Es decir, que la secreción está producida por células que se cargan de sustancias y que al morir liberan sus productos. Ocurre, por ejemplo, en las glándulas sebáceas de nuestra piel, que fabrican la grasa que nos recubre.
Vesículas autofágicas
Pero también existe el suicidio celular. Se denomina muerte celular programada. En determinadas circunstancias, algunas células de nuestro cuerpo deciden que ha llegado la hora de morir y entran en un programa de suicidio celular. Por ejemplo, durante el desarrollo embrionario se fabrican muchas más neuronas de las que son necesarias para la vida del individuo. Algunas de estas neuronas no encontrarán a otras neuronas con las que comunicarse, no tendrán ninguna función concreta y dado que carecen de fundamento, durante el desarrollo cerebral entrarán en muerte celular programada. A este proceso se le denomina poda neuronal.
La muerte celular programada es totalmente diferente a la necrosis. No es un proceso azaroso desencadenado por alguna alteración, sino que es un proceso programado. Se siguen una serie de pasos que varían en cada tipo de muerte celular programada, los orgánulos pueden ser autofagocitados (elimina sus órganos celulares), puede descomponerse la cromatina (el ADN) del núcleo, pero en cualquier caso la célula acabará muerta y fagocitada (devorada) por algunas de células defensivas. Es un proceso complejo y que consume energía (cosa que no ocurre con la necrosis).
En el mundo celular también podemos encontrar casos de asesinato. Si nuestro sistema defensivo se encuentra con una célula que puede resultar dañina para el conjunto, no dudará en eliminarla. Puede suceder por varios motivos. Los dos motivos más frecuentes es que se encuentre infectada por algún patógeno, generalmente un virus, o que se haya transformado en una célula tumoral.
Existe una familia de células defensivas, denominadas células NK o células Natural Killer (también llamadas Natural Born Killers, es decir, asesinas natas naturales) cuya función es eliminar células cancerígenas o infectadas con virus. Hay dos grandes opciones. O un ataque directo con sustancias tóxicas. O, más sutil, lanzarle una señal a la célula objetivo indicándole que debe iniciar el proceso de muerte celular programada induciendo la apoptosis.
Sin estos mecanismos de seguridad, los ataques víricos serían mucho más dañinos. Y los tumores mucho más frecuentes. Lógicamente muchas células tumorales son capaces de escabullirse y librarse de este mecanismo defensivo. Esto provoca, entre otras cosas, que los tumores sean más comunes en ancianos, asociado al deterioro y envejecimiento del sistema inmune.
Como vemos, los procesos de muerte celular son frecuentes y muy importantes. Y para nuestras células, el objetivo fundamental es la supervivencia del individuo, por encima de la supervivencia particular.

Sol y piel: efectos de las radiaciones solares.

Hemos analizado en un artículo reciente qué son las radiaciones solares y los efectos generales que estas producen sobre la piel. Ahora daremos un paso adelante y estudiaremos, un poco más en profundidad, los efectos de las radiaciones solares sobre nuestra piel y los mecanismos de defensa que se desencadenan.
Comencemos con las radiaciones infrarrojas y la luz visible. Como ya indicamos, la radiación infrarroja es la que llega en mayores cantidades a la superficie de la Tierra y junto con la luz visible constituyen las principales radiaciones caloríficas. Es decir, que los infrarrojos y en menor medida la luz visible, provocan una aumento de temperatura de nuestro cuerpo. Los mamíferos somos animales homeotermos, capaces de controlar nuestra temperatura y mantenerla constante. Lo cual conlleva que no toleramos aumentos de temperatura corporal. Por eso, cuando el exceso de radiación infrarroja comienza a provocar que nuestra temperatura corporal tienda a subir, la piel trabajará para invertir este proceso. El mecanismo se lleva a cabo, sobre todo, de dos maneras. Primero comenzará a pasar mayor flujo sanguíneo a zonas superficiales de la piel, de forma que la sangre circule por zonas más periféricas, por encima del panículo adiposo subcutáneo, haciendo que pierda calor hacia el exterior. Por eso cuando estamos expuestos al sol o a otras fuentes de calor, tendemos a adquirir coloraciones rojizas. Se habla de eritema calórico.
El segundo mecanismo consiste en cubrir la piel de un líquido, el sudor, compuesto mayoritariamente por agua y que absorbe calor de la superficie de la piel para evaporarse. Esta absorción de calor consigue reducir la temperatura corporal.
Cuando estos mecanismos fracasan, el cuerpo comienza a sufrir problemas serios. Y en verano no es extraño encontrarse con problemas de lipotimias, golpes de calor, etcétera, sobre todo en personas cuya capacidad de regular la temperatura corporal está muy reducida, como ancianos, o personas que realizan actividades físicas intensas a horas en las que la temperatura ambiental es muy elevada, provocando que el cuerpo no pueda responder al aumento de temperatura derivado del exterior y del interior, ya que el trabajo muscular genera gran cantidad de calor.
Según algunos autores, el sudor también colabora en la lucha contra la radiación ultravioleta, ya que la capa líquida retiene radiaciones y además el sudor contiene algunos componentes, como el ácido urocámico, capaz de absorber esta radiación. No obstante, su eficacia es cuando menos discutible, ya que el sudor no garantiza ni mucho menos que no suframos quemaduras solares.
La radiación ultravioleta ocasiona otro tipo de problemas que deben ser solventados por otros mecanismos. Ya indicamos que las agresiones provienen por dos vías: directamente, actúan sobre el ADN celular provocando mutaciones e indirectamente actúan sobre diferentes moléculas celulares al provocar una aumento de los radicales libres.
Las respuestas a ambas injurias pueden agruparse en respuestas a corto, medio y largo plazo.
Dímero de pirimidina
En cualquier caso, se trata de evitar situaciones graves de riesgo para el cuerpo. Los daños en el ADN pueden provocar mutaciones silenciosas, que no provoquen ningún tipo de cambio (no afectan a ningún gen, ni controlador de genes), pero si afectan a algún gen pueden provocar daños graves en la proteína codificada, inactivarla o modificar su función, con la consiguiente pérdida de funcionalidad de la célula, muerte celular o en el peor de los casos, transformación de la célula en tumoral. La relación entre la radiación UV y el cáncer de piel es una realidad más que constatada. Los radicales libres también pueden afectar a las proteínas celulares, ocasionando disfunciones o muerte celular, pero también pueden dañar el ADN, volviendo a encontrarnos con la posibilidad de aparición de tumores.
Los UV no penetran en profundidad en la piel, pero si lo suficiente como para alcanzar capas de células vivas. Cuando afectan a las células epiteliales de la epidermis pueden ocasionar tumoraciones epidérmicas y daños superficiales. En la epidermis son especialmente sensibles a los UV las células de Langerhans, células del sistema defensivo. Al ser dañadas hacen que la piel sea más fácilmente atacable por medio de hongos y microorganismos. Y si afectan a los melanocitos, células productoras de melanina, pueden dar lugar a tumoraciones denominadas melanomas, que tienden a ser muy peligrosos e invasivos.
Cuando afectan a células de la dermis, la capa profunda de la piel, los daños son de otra índole. Las células dérmicas más abundantes son los fibroblastos, que se encargan de fabricar y mantener el entramado fibroso de la dermis, ente ellas el conocido colágeno. Los fibroblastos dañados dejan de fabricar y mantener en buen estado al colágeno, por lo que se desestructuran a mayor velocidad de lo normal, relacionándose con envejecimiento prematuro (la piel de las personas sobreexpuestas al sol envejece a mayor velocidad).
Reparación de un dímero de pirimidina
Analicemos los mecanismos de defensa y comencemos con las defensas a corto plazo. Lo más inmediato es luchar contra los daños en el ADN. Las células del organismo tienen un sistema de búsqueda y reparación de dímeros de pirimidina.
Las células también poseen mecanismos de defensa contra los radicales libres. El más habitual es el sistema constituido por los enzimas Catalasa, Peroxidasa, Glutation Reductasa y Superóxido Dismutasa, que juntos catalizan una ruta de eliminación de radicales.
Los daños de los ultravioleta sobre las células vivas de la dermis ocasionan que estas desencadenen una reacción inflamatoria, que se hace manifiesta unas horas después de la exposición al sol, cursando con ligero edema y enrojecimiento intenso, denominándose eritema actínico.
Pero cuando los daños son continuados estos sistemas no son suficientes y las células acabarán dañadas. Por eso se desencadenan los mecanismos a medio plazo. El más importante consiste en la fabricación de una molécula que se acumulará en las células epiteliales de la epidermis: la melanina. La melanina es fabricada por unas células que se encuentran en las zonas basales de la epidermis y que se denominan melanocitos. Los melanocitos están distribuidos por la piel de todo el cuerpo, pero son más abundantes en algunas zonas, sobre todo en la cara. Fabrican la melanina, la acumulan en una serie de granos denominados melanosomas y se la ceden a las células epiteliales vecinas. De media se dice que hay alrededor de un melanocito por cada diez células epidérmicas en la zona inferior de la epidermis (aunque como indicamos, este valor varía de una parte a otra del cuerpo). Cada melanocito cede melanosomas a alrededor de 36 células epidérmicas (promedio). Para ello, poseen prolongaciones que se extienden entre ellos, para entrar en contacto con el mayor número posible de células.
La acumulación de melanina es la responsable de la coloración cobriza, es decir, del color moreno de nuestro cuerpo. La melanina absorbe radiación ultravioleta y evita que esta llegue a capas profundas, donde puede ocasionar auténticos daños afectando a células vivas. Pero lógicamente se trata de un mecanismo a medio plazo, ya que la melanina tarda un cierto tiempo en fabricarse y acumularse, tiempo durante el cual la piel sigue expuesta al daño.
A largo plazo, la piel buscará otros mecanismos de defensa. El más destacado es el aumento del grosor de la capa de células muertas de la epidermis, es decir, el engrosamiento del estrato córneo. Con ello conseguimos que la piel posea una zona de células muertas más gruesa y por lo tanto más difícil de atravesar por la radiación ultravioleta, tanto más cuanto más cargada de melanina se encuentre. Esto conlleva que las personas que se han expuesto al sol durante muchos años poseen una piel con una superficie más gruesa, acartonada, hablándose en muchos casos de pieles curtidas. Con el inconveniente de que, en estas, las arrugas aparecen mucho más marcadas y en general más abundantes debido a los múltiples daños de la dermis, como ya comentamos anteriormente.

Sol y piel: las radiaciones solares


Coincidiendo con el verano solemos encontrarnos, en los diferentes medios de comunicación, con campañas destinadas a informarnos sobre los peligros del exceso de exposición al Sol, los efectos nocivos sobre nuestro organismo y la necesidad de uso de fotoprotectores. Y es que con la llegada del buen tiempo, la moda marca tendencia y a buena parte de nosotros nos gusta tumbarnos en la playa y adquirir una bien parecida coloración cobriza en nuestra en nuestra piel. Estas campañas han hecho familiares términos como ultravioleta, agujero en la capa de ozono, melanina o melanosoma. Pero, ¿cuáles son los efectos concretos de la luz solar sobre nuestra piel? ¿Qué son exactamente los rayos ultravioleta? ¿Por qué los ultravioleta resultan tan dañinos? Trataré de responder de manera sencilla y con un poco de criterio a estas preguntas.
El asunto suele abordarse desde diferentes ángulos. Podríamos hablar de cómo han variado los dictados de la moda acerca de la coloración de la piel y recordar que en el siglo XVIII se valoraba el color blanquecino, llegando el uso del maquillaje blanco entre la nobleza a relacionarse con hambrunas y revoluciones, tema que me gustaría tratar en otro momento. También podríamos analizar con detalle los diferentes efectos que el exceso de exposición al sol originan, a corto y largo plazo, sobre la piel.
Pero para comenzar, lo mejor sería analizar qué es la luz solar, qué es la radiación ultravioleta y por qué resulta perjudicial para nuestro cuerpo. Además, veremos que la luz solar posee otras radiaciones que provocan distintos efectos sobre nuestro cuerpo, aunque en general no se les de tanta importancia.
Las reacciones de fusión nuclear que tienen lugar en el Sol hacen que este desprenda cantidades enormes de energía en forma de radiación electromagnética. Esta radiación electromagnética constituye, al menos en parte, lo que denominamos luz. Emitida por el Sol, una parte alcanza nuestro planeta.
Podemos clasificar estas radiaciones en función de varios parámetros, pero lo más habitual es clasificarlas en función de su longitud de onda, ya que el valor de longitud de onda de la radiación, medido como una simple unidad de longitud, es inversamente proporcional a su energía. La radiación ultravioleta, o rayos ultravioletas, o ultravioletas a secas (abreviado UV) son sencillamente un tipo de radiación electromagnética, al igual que es radiación electromagnética la luz visible, o la radiación infrarroja.
Diferentes franjas de radiaciones de con longitudes de onda determinadas son denominadas de distintas formas. Hablamos de rayos gamma cuando su longitud de onda es menor de 10 picometros (10-11 metros), rayos X aquellos cuya longitud de onda está entre los 10nm (10-9 metros) y los 10pm. Las radiaciones gamma y los rayos X son altamente energéticas (sus longitudes de onda son muy bajas) y se les conoce como radiaciones ionizantes. Los ultravioletas a los que se encuentran entre los 10nm y los 380nm. Entre los 380nm y los 780nm se encuentra la luz visible (para los humanos, ya que algunas especies de aves, por ejemplo, son capaces de ver algunas frecuencias de ultravioletas). Y por encima de los 780nm los infrarrojos, también invisibles (nos referimos de nuevo al ojo humano, ya que algunas especies de reptiles, por ejemplo, son capaces de detectar ciertas frecuencias de infrarrojos).
La mayor parte de las radiaciones de alta energía son absorbidas por la atmósfera. Se considera que a la superficie de la Tierra no llegan cantidades apreciables de radiaciones ionizantes (rayos gamma y X) ni radiaciones del ultravioleta lejano. Esta absorción resulta imprescindible, ya que las radiaciones de alta energía resultan muy dañinas para nuestro cuerpo. Los rayos gamma y los rayos X poseen una potente capacidad de dañar el ADN. En dosis muy bajas pueden causar irritación y enrojecimiento de la piel (eritema), provocando ulceraciones a dosis superiores. Son agentes mutagénicos, afectan al ADN, provocando tumores si somos irradiados a dosis bajas durante mucho tiempo o si recibimos dosis muy elevadas de forma puntual.
Los rayos ultravioleta, por lo tanto, no son más que radiaciones electromagnéticas de ciertas longitudes de onda, más energéticas que la luz visible. De entre todo el rango ultravioleta nos interesa especialmente el ultravioleta cercano, que es al que nos referimos cuando hablamos genéricamente de ultravioletas. Su rango de radiaciones se encuentra entre los 200nm y los 380nm.
Y aquí es donde encontramos las radiaciones denominadas UVC, que son las más energéticas, entre 200nm y 280nm, el UVB, entre 280 y 320nm y los UVA entre los 320nm y los 380nm.
Aunque como veremos son responsables de numerosos efectos sobre nuestra piel, suponen menos del 5% de la radiación total que llega a la Tierra. Los ultravioleta son en gran medida absorbidos por la capa de ozono, es decir, por las moléculas de ozono de zonas altas de la atmósfera, de forma que a la superficie de la Tierra llegan solo un pequeño porcentaje de las radiaciones que alcanzan las zonas altas de la atmósfera. Teóricamente, toda la radiación UVC es absorbida y solo pequeñas cantidades de UVB consiguen llegar, siendo más abundantes las radiaciones UVA incidentes. El agujero en la capa de ozono origina que la cantidad neta de radiación ultravioleta que llega a la Tierra sea más elevada y por eso la exposición al sol es más peligrosa.
La radiación UVB es la principal responsable de que la piel adquiera el color oscuro permanente, es decir, el color moreno. El eritema actínico (enrojecimiento relacionado con las quemaduras solares), del que hablaremos posteriormente, está relacionado con los tres tipos de ultravioleta (aunque la quemadura será más grave cuanto más energética sea la longitud de onda).
¿En qué consisten los daños causados por los ultravioleta? Fundamentalmente proceden de dos fenómenos, la capacidad de los UV de dañar el ADN y la capacidad de los UV de generar radicales libres en las células. Estos radicales libres, a su vez, son capaces de originar múltiples daños celulares.
El principal daño directo sobre el ADN es la capacidad de los UV de generar dímeros de pirimidina (sobre todo dímeros de timina). Aunque el cuerpo tiene su propio sistema de reparación de estos dímeros, pueden pasar desapercibidos y causar mutaciones. Las mutaciones en el ADN de nuestras células pueden desembocar en la muerte de esta, su pérdida de funcionalidad o, en el peor de los casos, su transformación en una célula cancerígena que puede dar lugar a tumores.
Las células de nuestro cuerpo también poseen mecanismos de defensa contra los radicales libres, ya que estos no solo son generados por las radiaciones electromagnéticas, apareciendo también como productos secundarios de algunas reacciones metabólicas.
Los radicales libres ocasionan numerosos daños celulares, derivados de su elevada capacidad reactiva, actuando sobre manera como superoxidantes capaces de deteriorar múltiples estructuras celulares, desde proteínas hasta ácidos nucléicos, como el ADN. Volvemos a encontrarnos con el problema de posibles fallos celulares, que irán desde la pérdida de funcionalidad hasta la aparición de células tumorales.
Toda esta serie de incidencias hacen que la piel responda al exceso de irradiación UV mediante reacciones inflamatorias, que derivarán en el enrojecimiento y edema que se denomina, genéricamente, eritema actínico. El eritema actínico tiene lugar unas horas después de la exposición, es esa coloración rojo intenso que nos sobreviene cuando llegamos a casa (frecuentemente tras ducharnos) después de pasar todo el día en la playa.
Para luchar contra la injuria, la piel comenzará a actuar intentando que las dosis de UV que llegan a zonas de células vivas sea mínimo. Para ello fabrica una sustancia, que acumulará en las células muertas de la superficie epidérmica y que absorberá una cierta dosis de ultravioleta: la melanina. Además, la piel tenderá a engrosarse para que la distancia que debe recorrer la radiación para llegar a estas células vivas sea mayor y por lo tanto pueda absorberse en mayor medida.
Pero los ultravioleta no son la única radiación que llega a la Tierra, ni siquiera son las más abundantes. La luz visible es aquella cuya longitud de onda es percibida por los fotorreceptores de nuestros ojos. Apenas tiene efectos sobre nuestro cuerpo, solo una cierta capacidad de aumentar la temperatura.
La radiación más abundante que llega a la Tierra es la infrarroja (más del 50%), responsable del aumento de temperatura, ya que son radiaciones caloríficas (todo cuerpo que emite calor emite, al menos en parte, radiación infrarroja). El exceso de radiación infrarroja hace que la superficie de nuestra piel se caliente. Como respuesta inmediata, los vasos sanguíneos de zonas periféricas se dilatan para permitir que nuestro cuerpo disipe el calor. Esta vasodilatación periférica provoca que la piel se sonroje ligeramente. Se trata de un enrojecimiento inmediato, diferente del producido por los UV (que deriva de una reacción inflamatoria) y se denomina eritema calórico.
Las diferencias de radiación y absorción dan lugar a fenómenos que en ocasiones son malinterpretados. Por ejemplo, mientras que la radiación infrarroja es fuertemente absorbida por el vapor de agua de las nubes, los ultravioletas apenas son retenidos por estas. Lo cual hace que los días de verano en los que hay nubes altas, la cantidad de infrarrojos que llegan a la superficie terrestre es más bajo de lo habitual, mientras que los UV siguen llegando en la misma proporción. Por tanto la sensación térmica es mucho menor, no nos acaloramos y sin embargo podemos recibir cantidades muy elevadas de UV, con la consiguiente reacción inflamatoria posterior. Son esos días en los que nos quemamos, sin darnos cuenta y sin tener sensación de haber estado expuestos al sol.
Otro efecto curioso deriva del viento. Cuando hace viento fuerte y frío en la costa (el típico viento del nordeste del Cantábrico, por ejemplo), nuestra piel disipa mucho calor, nuestro cuerpo se enfría con rapidez, los infrarrojos nos afectan menos, pero la radiación UV sigue actuando. Con lo que podremos sufrir serias quemaduras solares sin tener sensación de haber estado expuestos al sol en exceso. De ahí deriva la falsa creencia de que “el viento nos pone más morenos”.
Otro factor a tener en cuenta es que la radiación UV no nos afecta de la misma forma en todos los lugares. Hay dos circunstancias claves. Por un lado, la altitud, ya que a más altura, menos atmósfera tenemos sobre nuestras cabezas y por lo tanto mayor cantidad de UV. Por eso en la montaña, el sol hace más efecto a la hora de provocar ciertas quemaduras solares. Y por otro lado, el reflejo de la luz en el suelo, ya que la cantidad de luz incidente es muy diferente en una u otra zona. La nieve refleja cantidades enormes de luz, lo que hace que las quemaduras solares sean muy graves. La arena de la playa también refleja cantidades grandes de luz. En cambio, la hierba o los suelos terrosos apenas reflejan luz, por lo que la acción de los UV es menos marcada.

Una historia circular

Esta pequeña historia no tiene un comienzo claro, es difícil establecer el punto de origen de un círculo, de una historia que se cierra sobre si misma. Podría comenzar en 1974, o quizás en 1943, o infinidad de fechas intermedias, de leves acontecimientos relacionados con el trascurso de la trama, de este juego de asociaciones. Empezaremos, sin embargo, en la actual Etiopía, hace más de tres millones de años, porque a los occidentales nos gusta ver la vida como un proceso lineal, aunque a veces dé vueltas y obtengamos una circunferencia de tan largo perímetro.

Un homínido bípedo, recubierto de pelo, camina por la estepa, a poca distancia de la masa arbórea, cuando le sobreviene la muerte. Se trata de una hembra de alrededor de un metro de alto y algo menos de treinta kilos de peso. Y carece de nombre porque, cuando no había seres humanos sobre la faz de la Tierra las cosas existían, pero carecían de denominación, sin que por ello careciesen de sentido, sin que por ello no fuesen capaces de vivir, sufrir y morir en soledad.
El 29 de abril de 2008 un anciano descansa en su domicilio de Burg, en Suiza, cuando le sobreviene la muerte. Ha cumplido los 102 años tres meses atrás. Su nombre es Albert Hofmann. No es un hombre cualquiera. Uno años antes, en noviembre de 1938, había logrado sintetizar una sustancia derivada de un alacaloide obtenido del cornezuelo del centeno (hongo parásito de nombre científico Claviceps purpurea). La sustancia fue denominada dietilaminda del ácido lisérgico, LSD-25 ó más popularmente LSD. Inicialmente no se le dio excesiva importancia, hasta que un 16 de abril de 1943 y de forma ligeramente azarosa, el mismo Albert Hofmann descubriría las propiedades alucinógenas y psicoactivas de la sustancia.

Esta droga marcó a toda una generación, que se dejó engullir por el vórtice de psicodelia, alucinación y ensoñación que aportaba. La droga dirigió los rumbos del arte, la moda y sobre todo la música en los años sesenta y setenta.

El 8 de diciembre de 1980 un hombre pasea hacia su casa desde Edificio Dakota, en Nueva York, cuando le sobreviene la muerte. Un puñado de proyectiles de plomo atraviesan la espalda de John Lennon, uno de los máximos exponentes de la recua artística que consagró su carrera bajo la inspiración de unos años de agitación y cambio social, paz, amor y ensoñaciones lisérgicas. No son pocas las canciones empapadas en psicodelia. Entre ellas podemos destacar una de letra especialmente onírica, perteneciente a su etapa con los Beatles y que habla de cielos de sémola y chicas de ojos caleidoscópicos, cuyo título, “Lucy in the Sky with Diamonds” parece aludir al acrónimo LSD (aunque Lennon lo negaba, alegando que el título se refería a un dibujo realizado por su hija y que ella misma había titulado así, Lucy en el cielo con diamantes).

Nuestro bucle se cierra donde empezó, en Etiopía, un 24 de noviembre de 1974. Tres de sus actores principales, Donald Johanson, Yvens Coppens y Thime White son los únicos protagonistas de esta historia que aun permanecen vivos. Ese día, en el campo de excavación en Hadar, a 150 kilómetros de Adis Abeba, aparecen los restos fósiles de un animal antropomorfo prehistórico desconocido. Se trata de la hembra de una especie de homínido con un pequeño cráneo y que caminaba en bipedestación. Escuchando la radio esa noche sonó la canción “Lucy in the Sky with Diamonds”, hecho que llevó a que los miembros del equipo bautizaran como Lucy a aquel ser que había fallecido y fosilizado en aquella zona tres millones de años antes.

Por ser considerado un pitecántropo de la zona austral y haber aparecido en una zona ocupada por la tribu Afar se denominaría a su especie Australopithecus afarensis.
Así es como fluye la historia, como hechos aislados se enlazan, como un ser aparentemente insignificante puede constituir un hallazgo, puede convertirse en una pieza clave de la investigación de la antropología unos miles de generaciones más tarde.
Y todas las personas que formaron parte del acontecimiento, del postergado bautismo, contribuyeron de forma aislada e inconsciente a su desarrollo. Aunque Lucy hubiese existido sin necesidad de Hofmann, ni de Lennon, ni de Johanson, ni de ningún ser humano. Sencillamente, hubiese carecido de nombre.
Solo la muerte, implacable, ha ido uniendo las piezas de un puzzle infinito. Solo la muerte acabará uniendo a todos.